El odio es el arma preferida de los débiles y de todos los que se arrastran en medio de la oscuridad y no ven la luz o una salida cierta a los terribles dolores, penas, privaciones y sufrimientos que los han mortificado y azotado de muchos modos durante demasiado tiempo. El odio es el arma letal de los individuos y pueblos sometidos a inenarrables y pesadísimas mordazas que los vuelven tan miserables y desesperados que no ven otra cosa a su alcance que el camino de la destrucción y la aniquilación para vengarse de su mala fortuna y suerte y cambiar todo en su mundo a toda velocidad y del modo más radical, letal y expedito. El odio no conoce amos ni señores, tampoco fronteras, intimidades, credos, géneros, espacios, santuarios. No respeta nada, sólo busca su propio fin y placer sadístico: arrasar con todo lo existente para no dejar nada en su lugar, porque como no cree en nada pues no usa la cabeza, poco le importa lo que resulte de su indetenible destrucción y atomización. Es tan malvado, tan malsano, tan enfermizo su sentimiento rojo, sanguinario y sanguinoliento que sólo parará en seco su carrera loca y suicida cuando lo descabecen a su turno las mismas fuerzas y energías que desencadenó y liberó de la mazmorra en la que se encontraban quién sabe desde cuándo (como pasó con la Revolución Francesa y la Revolución Bolchevique). La propia Destrucción se lo llevará por delante cuando ya quede poco o menos de su feroz acometida. El odio entonces termina siempre igual: con la cabeza atravesada por una pica de acero o la cabeza estripada y sin saber realmente cuándo fue que arrancó o surgió el cambio que se lo llevaría por delante inevitablemente. Porque es inevitable que el odio, así como cualquier sentimiento, emoción, pasión negativa, poco saludable y esencialmente catastrófica, fabrique sus propias leyes y ritmos contradictorios, oscilantes, demoledores y crueles, tan despiadados como demenciales y viciosos, que nunca terminan en nada bueno, agradable y prometedor. Como todo virus, microbio, parásito o larva, incapaz de dar vida y prodigar bendiciones, el odio es una verdadera calamidad que la Humanidad debiera evitar y trascender lo más pronto posible para que sus secuelas puedan ser curadas y borradas de su sistema de vida. Mientras las personas caigan en su red de males jamás lograrán vivir en sana paz y convivencia y saber lo que es haber trascendido los conflictos bélicos y no estar en guerra o alejado, separado y divorciado del medio ambiente nutritivo, ya que al odiar e irrespetar tenemos obligatoriamente que padecer de fríos intensos y calores excesivos emanados del sobrecalentamiento global y los drásticos cambios climáticos sin control ni mesura alguna. Las lanzas coloradas deben ser suplantadas por sembradíos e hileras de árboles coloridos alrededor de los cuales los niños puedan jugar inocentemente y abandonar rencillas tontas y desquiciadoras que sus mayores edificaron con tanta rabia. Estos niños índigos, de cristal o diamante, deben multiplicarse como pétalos de rosa.
Eso mismo es lo que NO está sucediendo en Venezuela. Hoy día Venezuela está demasiado inmersa en odio, hay demasiado odio en todo su territorio, un odio fraguado, alimentado, bombardeado, auspiciado desde las alturas del poder político y social que está llegando a cifras y niveles verdaderamente enloquecedores y patéticos. El país ha perdido la brújula más que antes, más que en todos los 40 y pico de años de la Cuarta República, la Tercera República, la Segunda y la Primera, más incluso que en la Época Colonial, la Precolombina, y pare de contar. En verdad que me siento muy mal viviendo en la Venezuela de hoy, una Venezuela que pareciera estar herida de muerte y desencajada, muy vulnerable y delicada sino quebradiza e inconsistente, que aún ignora hasta qué punto fue malo haber llevado a la Presidencia a seres tan malvados, malignos, maliciosos, egoístas y sucios por dentro, que sólo piensan en saquear, limpiar, arrasar y desordenar lo que encuentran por delante sin importarles un comino lo que consiguen a su paso. Porque repito: el odio no ama nada, al contrario, lo desprecia o menosprecia todo, y por lo tanto es incapaz de ver valor en nada, sólo ve muerte, la Muerte, descomposición y putrefacción, el fin de todo e incluso su mismo fin que bien poco le interesa preservar. Así que si me siento pesimista y muy triste por lo que palpo a mi alrededor será por algo muy fundamentado y racional. No entiendo porqué es tan difícil para los humanos y los terrícolas vivir en paz y armonía, progreso y bienestar, alegría y cultura, unidos alrededor de una hoguera al borde del mar. ¿Será que Venezuela va a desaparecer también, social, geopolítica, geológica y biológicamente? ¿Será eso lo que desean y anhelan tantos venezolanos y tantas venezolanas? ¿Qué los Kraken engullan a su país de un todo y para siempre, que no quede rastro de su pasado y presente? ¿Que deba venir una nueva simiente, una nueva camada, que reemplace a la población y tierra actuales? ¿Que debamos irnos de acá porque acá el pueblo no nos desea para nada y desea echarnos de sus predios? ¿Será que los que nos gobiernan desde 1999 quieren despoblar el país poco a poco y llenarlo de puras culebras, lombrices, cucarachas, ratas voraces, pirañas, zamuros, hormigas, bachacos e híbridos alienígenas? En verdad que el panorama no es muy prometedor en vista de los acontecimientos en pleno desarrollo, cuando vemos que en vez de comida, medicinas y escuelas nuestros gobernantes y representantes prefieren dar el mal ejemplo, jalar caña, comprar fusiles Kalashnikov y robar descaradamente. ¿Será que acá deben reinar la mediocridad y la enajenación? ¿Será que 28 millones o más de personas quieren realmente que su suelo se volatice en un abrir y cerrar de ojos y se vuelva un desierto o mar bravío desprovisto hasta de corales? Sería demasiada insolencia, desamor e irresponsabilidad. Pero todavía guardo un gramo de esperanza. Así que seguiré dando la pelea.
Hoy murió un gran venezolano, Manuel Caballero. Que sus palabras y verbo encendido sigan tronando en nuestros corazones y cabezas. Echaré de menos sus filípicas.
Caracas, 12 de diciembre del 2010
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